11.6.07

memoria

Desde Canadá, Fernando escribió una carta.

En ella revelaba el valor de la vida y las estupideces que no se deberían hacer, los errores que él había cometido y las injusticias de las que había sido objeto.

Fernando escribió su dolor para que otros no tuvieran que repetirlo, para rescatarnos antes de que la tragedia acaeciera.

Nos contó muchas verdades, nos habló de amor, de imponderables, de imposibles, de deseos, de dolor, de esperanzas, del sinsentido, del vacío y de la evasión.

Cerró la carta un día cuya fecha no conocimos hasta que la recibimos. Su adiós llegó después de haberse ido.

Fernando murió de sida, ese moderno mal que la sociedad creyó que no existiría si nunca lo mencionaran. Por eso él se fue a Canadá, lejos de esta necia sociedad, a vivir su final. Empezaban los noventa y yo empezaba a dejar mi niñez.

Fernando era mi tío. Nunca leí su carta, la escribió para mi hermano mayor. Yo tendría 13 años, muy pocas preocupaciones y mucha curiosidad. Pregunté muchas veces qué decía la carta pero no me permitieron leerla. Recuerdo haberla buscado por años en distintos cajones y carpetas. Nunca la encontré.

Fernando murió de sida, joven y lejos de su familia. Todo lo que pudo haber escrito ya me lo he imaginado, ya tuve su edad y la pasé, ya estuve perdida y ya amé. Esa fue la mejor herencia que pudo haberme dejado: la incógnita de preguntarme cada día qué diría aquella carta que ya habrán comido las polillas; la incógnita que me llevó a preguntarme qué habrá sentido en aquellas tristes horas y en aquel duro exilio; las tantas incógnitas que con los años fui rellenando con mis vivencias, con mis dolores, con mis reflexiones. Todo lo bueno llenó ese espacio que para mi fue su carta, todos los sabios consejos que su amor nos hubiese dejado, que tal vez nunca llegaron a esa carta, están hoy en mí, gracias a esa incertidumbre.

Siempre te querré, Fernando.

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