Me detengo en la cicatriz,
en la huella que orada su carne
como afiladas brasas salitrosa bajo los tendones del rostro.
La herida es invisible,
es un grito cuya perpetuidad debiera haberlo anulado.
No hay espejos en su casa.
Todas las paredes blancas no alcanzan para censurar aquella presencia;
la figura familiar que regresa cada noche
a violar su confianza con tretas infantiles,
a penetrar una y otra vez
el ojal de su carne que pendula
entre culpa y desprecio,
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